La musica, Las artes plasticas.(Dibujo,pintura,escultura,grabado,etc...)
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El tema de mi space lo e dedicado a Esao Andrews - Hello
Esao Andrews
Esao Andrews is a painter, Baker Skateboards illustrator/designer and Meathaus Collective member. His art depicts a blend of the grotesque, erotic and surreal in a manner in keeping with other American artists like Mark Ryden and John Currin, and is very popular in New York art galleries. He recently had a shared show with John John Jesse. He is most well known for his work on Circa Survive's album artwork for Juturna, as well as their May 2007 release, On Letting Go.
Andrews is also well-known for his cutting-edge flash animation, for which Vector Park's Patrick Smith has served as acknowledged mentor.
Mr. Andrews recently had a story published in the original Fables graphic novel 1001 Nights of Snowfall.
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ANATHEMA - One last goodbye
How I needed you
How I grieve now you're gone
In my dreams I see you
I awake so alone
I know you didn't want to leave
Your heart yearned to stay
But the strength I always loved in you
Finally gave way
Somehow I knew you would leave me this way
Somehow I knew you could never.. never stay
And in the early morning light
After a silent peaceful night
You took my heart away
And I grieve
In my dreams I can see you
I can tell you how I feel
In my dreams I can hold you
And it feels so real
I still feel the pain
I still feel your love
I still feel the pain
I still feel your love
And somehow I knew you could never, never stay
And somehow I knew you would leave me
And in the early morning light
After a Silent peaceful night
You took my heart away
I wished, I wished you could have stayed
[Lyrics & Music: D. Cavanagh]
LONDON AFTER MIDNIGHT - SACRIFICE
...and here we go again
we've taken it to the end
with every waking moment
we face this silent torment
I'd sacrifice,
sacrifice myself to you-
right here tonight
because you know that I love you-
Darkness is all I want to see
I could never put in to words
what it is you mean to me
The candle is burning low
at the window to my soul
the reaper is at my door now
he's come to take me home...
I'd sacrifice,
sacrifice myself to you-
right here tonight
because you know that I love you
ALGUNAS DE MIS BANDAS FAVORITAS
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El Silencio de los Inocentes - Los Renglones Torcidos de Dios - Metarmofosis - Entrevista con el Vampiro - Dracula y algunos mas..
Edgar Allan Poe
- La caÃda de la Casa Usher*
Son coeur est un luth suspendu;
Sitôt qu' on le touche, il résonne.
-De Béranger
Durante todo un dÃa de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernÃan bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del paÃs; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espÃritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espÃritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenÃa delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacÃos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caÃda en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podÃa desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que asà me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podÃa luchar con los sombrÃos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplÃsimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos asÃ, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendÃa su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacÃas ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolÃa, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, habÃa sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habÃan transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del paÃs -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitÃa otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad fÃsica aguda, de un desorden mental que le oprimÃa y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañÃa, algún alivio a su mal. La manera en que se decÃa esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecà de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularÃsimo.
Aunque de muchachos habÃamos sido camaradas Ãntimos, en realidad poco sabÃa de mi amigo. Siempre se habÃa mostrado excesivamente reservado. Yo sabÃa, sin embargo, que su antiquÃsima familia se habÃa destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artÃsticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, asà como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. ConocÃa también el hecho notabilÃsimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no habÃa producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la lÃnea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, habÃa sido asÃ. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguÃa a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podÃa haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el tÃtulo originario del dominio en el extraño y equÃvoco nombre de Casa Usher, nombre que parecÃa incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- habÃa ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servÃa especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasÃa, fantasÃa tan ridÃcula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vÃvida fuerza de las sensaciones que me oprimÃan. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernÃa sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y mÃstico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espÃritu eso que tenÃa que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecÃa ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendÃan por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenÃa que ver con ninguna forma de destrucción. No habÃa caÃdo parte alguna de la mamposterÃa, y parecÃa haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abrÃa camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrÃas aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestÃbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allÃ, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasÃas que esas imágenes no habituales provocaban en mÃ. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. TenÃa ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesà se abrÃan paso a través de los cristales enrejados y servÃan para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. HabÃa muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentà que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolÃa lo envolvÃa y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenÃa, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces habÃa cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenÃa ante mÃ, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro habÃa sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, lÃquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energÃa moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituÃan una fisonomÃa difÃcil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, habÃa crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caÃa alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrà que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación fÃsica y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espÃritu vital parecÃa en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Asà me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mÃ. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasarÃa pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. PadecÃa mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insÃpidos; no podÃa vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Conocà además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se habÃa aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energÃa fue descrita en términos demasiado sombrÃos para repetirlos aquÃ; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habÃan ejercido sobre su espÃritu, decÃa, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto fÃsico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban habÃa producido, a la larga, en la moral de su existencia.
AdmitÃa, sin embargo, aunque con vacilación, que podÃa buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolÃa que asà lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañÃa durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decÃa con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mà (de mÃ, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que asà se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguÃa con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste habÃa hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendÃa en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline habÃa burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatÃa permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces habÃa soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo habÃa tenido de su persona serÃa probablemente la última para mÃ, que nunca más verÃa a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios dÃas posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolÃa de mi amigo. Pintábamos y leÃamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y asÃ, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducÃa sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento de alegrar un espÃritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo fÃsico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasarÃa en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducÃa o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oÃdos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrÃan su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecÃa a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vÃvidas que aún tengo sus imágenes ante mÃ) serÃa inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los lÃmites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraÃan la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mÃ, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgÃa de las puras abstracciones que el hipocondrÃaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasÃas de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espÃritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servÃan para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernÃa una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacÃa intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos lÃmites en los cuales se habÃa confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. DebÃan de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasÃas (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debÃan de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mÃstica de su sentido creà percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decÃan poco más o menos asÃ:
En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguÃase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allà se alzaba!
Y nunca un serafÃn batió sus alas
sobre cosa tan bella.
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos dÃas,
por las almenas se expandÃa
una fragancia alada.
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espÃritus veÃan
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
Y de rubÃes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un rÃo fluÃan,
fluÃan centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecÃa entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que rÃe...
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado asÃ), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En lÃneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasÃa la idea habÃa asumido un carácter más audaz e invadÃa, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habÃan sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, asà como por los numerosos hongos que las cubrÃan y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podÃa comprobarse, dijo (y al oÃrlo me estremecÃ), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos habÃa modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y habÃa pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarÃsimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podÃa dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondrÃaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline habÃa dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince dÃas (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano habÃa llegado a esta decisión (asà me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el dÃa de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente habÃa desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allà estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenÃa una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producÃa un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavÃa suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habÃan existido siempre simpatÃas casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podÃamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud habÃa dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironÃa de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos dÃas de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las caracterÃsticas del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habÃan desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante habÃa adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos habÃa desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oÃa, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veÃa obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veÃa contemplar el vacÃo horas enteras, en actitud de profundÃsima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. SentÃa que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo dÃa después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentÃa, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raÃdos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquà para allá sobre los muros y crujÃan desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un Ãncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudÃ, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestà aprisa (pues sabÃa que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que habÃa caÃdo, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
HabÃa dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocà entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenÃa, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además habÃa en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que habÃa soportado tanto tiempo, y hasta acogà su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues habÃa frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimÃan casi las torrecillas de la casa) no nos impedÃa advertir la viviente velocidad con que acudÃan de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedÃa advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veÃa el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, asà como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecÃan en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernÃa sobre la casa y la amortajaba.
El antiguo volumen que habÃa tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo habÃa calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco habÃa en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenÃa a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondrÃaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalÃas semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecÃa escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
HabÃa llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. AquÃ, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que habÃa bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de Ãndole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sÃ, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluà que mi excitada imaginación me habÃa engañado), me pareció que, de alguna remotÃsima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oÃdos algo que podÃa ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot habÃa descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sà mismo nada tenÃa, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquÃ, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oÃdos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se habÃa oÃdo hasta entonces."
Aquà me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podÃa dudar de que en esta oportunidad habÃa escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedÃa) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describÃa el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se habÃa producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mà habÃa hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y asà sólo en parte podÃa ver yo sus facciones, aunque percibÃa sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. TenÃa la cabeza caÃda sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecÃa también esta idea, pues se mecÃa de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguà el relato de Launcelot, que decÃa asÃ:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandÃsimo y terrible fragor."
Apenas habÃan salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caÃdo con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibà un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebÃ, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? SÃ, yo lo oigo y lo he oÃdo. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos dÃas lo he oÃdo, pero no me atrevÃa... ¡Ah, compadéceme, mÃsero de mÃ, desventurado! ¡No me atrevÃa... no me atrevÃa a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oà sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oà hace muchos, muchos dÃas, y no me atrevÃ, ¡no me atrevÃa hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquà pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oÃdo sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquÃ, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTà DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energÃa de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandÃbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allÃ, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Madeline Usher. HabÃa sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonÃa final lo arrastró al suelo, muerto, vÃctima de los terrores que habÃa anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huà aterrado. Afuera seguÃa la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volvà para ver de dónde podÃa salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venÃa de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espÃritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrÃo, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.
FIN