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ŠÅŅ†Å IÅ…QÅ°IÅ IĈIΘŅ.Hasta que se dictaba la sentencia solÃa quedar el reo en libertad, bajo juramento -pues no habÃa prisión puramente preventiva- de estar a las órdenes del inquisidor y de aceptar la pena que se pronunciase contra él, saliendo fiadores, entre tanto, algunos de sus amigos y familiares.El inquisidor no era un juez arbitrario y despótico. Deliberaba largamente con el obispo, consultaba a sus asesores ordinarios, que a veces eran más de treinta personas, y a otros jurisperitos ocasionales, todos los cuales, después de jurar que obrarÃan conforme a la justicia y a la voz de su conciencia, se pronunciaban sobre la naturaleza del delito y el grado de culpabilidad. Este juicio, de valor puramente consultivo, era comúnmente aceptado por el inquisidor y por el obispo. La sentencia, naturalmente, variaba según los casos.Si no se demostraba que realmente el acusado era culpable, se le absolvÃa y liberaba inmediatamente. Si existÃan graves indicios acusatorios, pero él se empeñaba en afirmar su inocencia, se le sometÃa a la vexatio y aun al tormentum. ConsistÃa la vexatio en el encarcelamiento más o menos riguroso, con cadenas en manos y pies, reducción del alimento, etc.Cuando ningún otro medio bastaba, se empleaba la tortura. Por más que el Papa Nicolás I en 866 habÃa reprobado la tortura aun en las causas no religiosas, de hecho se practicaba en los tribunales del medioevo, o a lo menos la flagelación. También se habÃan introducido las ordalÃas, de origen germánico, repudiadas constantemente por los Papas a causa de su carácter supersticioso y bárbaro. Con el renacer del Derecho Romano, los legistas restablecieron la antigua tortura. Y fue Inocencio IV quien, movido por la ventaja de acelerar el proceso, dio el desgraciado paso de aceptar en los tribunales eclesiásticos la tortura que ya se aplicaba en los civiles. Dio su autorización en la bula Ad extirpanda (15 de mayo de 1252), con la condición de que se evitase el peligro de muerte y no se cercenase ningún miembro.Los tormentos eran, además de la flagelación, el potro, ecúleo o caballete, en que se le distendÃan los miembros, hasta dislocarle a veces los huesos; el trampazo o estrapada (in chorda levatio), el brasero con carbones encendidos y la prueba del agua. Estaba mandado que más de media hora no durase la tortura; si en ella no confesaba, debÃa ponérsele en libertad, aunque imponiéndole la abjuración del error. Y si confesaba, la confesión en tales circunstancias no merecÃa entera fe, por lo cual se le interrogaba, libre ya de toda constricción violenta, si confirmaba lo dicho. Hay que advertir que el empleo de tortura era poco frecuente.En los casos en que contra el acusado no habÃa más que leves sospechas (leviter suspectus), se le hacÃa abjurar la herejÃa y cumplir una penitencia, la cual era más grave cuando el reo era vehementemente sospechoso (vehementer suspectus), y mucho más si era violenter suspectus, en cuyo caso se le imponÃan ciertos castigos y humillaciones, como disciplinas y presentarse en la iglesia en las fiestas solemnes con cruces de tela colorada cosidas sobre el vestido, o bien la prisión perpetua.HabÃa dos clases de prisión: la de muro estrecho, que era un angosto calabozo, y la de muro ancho, cárcel holgada con claustros y patio donde pasear. En casos de enfermedad y en otras ocasiones de conveniencia familiar se le permitÃa pasar algunas temporadas en su casa.Si el reo confesaba ante el juez su culpa y se arrepentÃa de ella, se le obligaba a hacer abjuración formal de la herejÃa, y se le recibÃa en la Iglesia ad misericordiam, imponiéndole penas semejantes a las del violenter suspectus. Si era relapso o recidivo, la Iglesia no aceptaba en el foro externo su posible arrepentimiento, y lo abandonaba al brazo secular, al cual se le comunicaba la sentencia inquisitorial con el ruego de que la mitigase. En realidad, como dijimos, esta súplica de benignidad era pura fórmula. La sentencia civil era siempre de muerte.Si el reo confesaba su crimen, pero obstinándose en él, se le recluÃa en prisión rigurosa, con cadenas, sin más trato que con el carcelero, el inquisidor y unas pocas personas que venÃan a exhortarle a la conversión. Al cabo de seis o doce meses de tales pruebas, si se convertÃa, se le aplicaba el castigo de los confesos y arrepentidos, pero si no, se insistÃa de nuevo hasta que finalmente se le entregaba al brazo secular.El sortilegio, la magia, la invocación de los demonios, eran pecados que se castigaban incluso con prisión perpetua; los sacrilegios contra la EucaristÃa merecÃan prisión temporal y pena de llevar sobre el pecho y la espalda la imagen de una hostia en tela amarilla. Todas las penas pronunciadas por la Inquisición eran medicinales, y con frecuencia se mitigaban, carácter vindicativo sólo tenÃa la pena de muerte.